miércoles, 28 de diciembre de 2011

Roces con Naturaleza en Chepo

La Estrella de Panamá
Panamá, 27 de julio de 2011
Roces con naturaleza en Chepo
Jaime Figueroa Navarro
Nos deleitábamos en las limpias aguas del río Mamoní, donde nos refrescábamos todas las mañanas
 
En mis años de infancia no llovía en verano y era tan refrescante la apacible brisa que nunca añoramos el aire acondicionado.
 
Y es que entonces respetábamos la naturaleza y el istmo estaba adornado de colosales bosques cincelados con exóticas frutas, pajarillos de paleta interminable de colores, monumentales y frondosos árboles.
Al amanecer despertábamos con el canturrear de los gallitos en lugar del estruendo de diablos rojos.  Nos deleitábamos en las limpias aguas del río Mamoní, donde nos refrescábamos todas las mañanas, sobresaltando a las miles de sardinas que acostumbramos alimentar con migajas de pan después de los suculentos desayunos que consistían de dorados huevos revueltos de gallinas de patio, tortillas de maíz, michitas de pan y patacones, café con leche y chicha de marañón en La Garita, la finca en la loma a mano izquierda en la entrada del pueblo que mi tatarabuelo, Joseph Katrochwill, obsequió a mi bisabuela en uno de sus viajes a Jesús María, el ingenio de azúcar de su propiedad en las riberas del majestuoso Bayano, a finales del XIX.

Las ‘tías’ Figueroa, un puñado de damas bonachonas, tías de mi papá, veraneaban en Chepo desde inicios del siglo pasado. Su peregrinación anual, pasadas las Navidades, incluía el alquiler de dos chivas que transportaban todos los utensilios, maletas. En aquellos tiempos, el presidente Ernestito de la Guardia Navarro impulsaba la reforma agraria en esa área del país con cartelones que anunciaban el censo de 1960 para determinar las tenencias de los campesinos y lugareños.
Los jueves por la noche se presentaban películas de Cantinflas, Tin Tan y Clavillazo en el pueblo, a real cada una, colmadas por raspados de rosa con doble leche condensada, también a real.

El matadero del pueblo quedaba al borde de la finca donde se compraban filetes enteros a veinte centavos la libra. A falta de electricidad, muchos años después compramos una nevera de kerosene que era la novedad del pueblo, pero hasta ese momento, la carne nos la teníamos que comer toda.
El momento más destacado de la semana era el viernes por la tarde al llegar mi padre de operar pacientes en el Hospital Panamá, ubicado en El Hatillo de Bella Vista y el elefante blanco, Hospital Santo Tomás, haciendo rugir redobladamente el claxon de su Chrysler azul, anunciando su visita de fin de semana, acompañado de galletas, medicamentos, víveres y mucho amor.

Nuestra querida madre, Mercedes, era también tal hermana mayor, acompañándonos en nuestras aventuras y deleitándonos en esos tiernos momentos de calidad que solamente se comparten y gozan en los albores de la vida y en los que descubrimos que amor materno, solo hay uno.
 ¡Recuerdos de antaño, Chepo querido y verdor istmeño!

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