Revista
Vivir Más
Diario La Prensa, 25 de
agosto 2013
Avistando
la Extremadura de Balboa
Jaime
Figueroa Navarro
Para
adecuar lo inadecuado, a raíz de la conmemoración de los 500 años del
descubrimiento del Mar del Sur por el magnánimo extremeño Vasco Núñez de
Balboa, heme recién quijoteando la
provincia de Extremadura en la península ibérica, escoltado por una versión más
esbelta de Sancho, dotado de un ingenioso humor, Don Jaime Ruiz Peña,
Adelantado de la Fundación Castilla del Oro, quien diría en su descripción del
Quijote, “tiene un alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a
todos.”
Desde Madrid, en un tris mas allá de cinco
horas, cultivé más sobre España que en la totalidad de los tomos ojeados
durante décadas gracias a la brillante y fecunda prosa de mi sabio interlocutor,
ultimando la travesía terrestre de 440 kilómetros en la Autovía del Suroeste
hasta el pueblo natal de Balboa, Jerez de los Caballeros, ubicado en el corazón de Extremadura, la región
más prístina de España, abrazada por celestiales montañas arañando la frontera
con Portugal.
Por doquier se evidencia la ocupación por los romanos,
visigodos, moros y conquistadores cristianos, perdurando auténticamente casto a
pesar de los siglos. Dos milenios de aislamiento dejan en manifiesto una fauna aún
verdaderamente indómita. Las cinceladas
montañas y campos son un paraíso para los observadores de aves, quienes tienen
asegurados el avistamiento de buitres, águilas, halcones, grullas y cigüeñas, en
adición a otras multicolores avecillas particulares de la región.
Extremadura es extensa. Desde la Sierra de Gredos en el norte
– aún cubierta de nieve en mayo – a la frontera con la soleada Andalucía en el
sur sopesa 280 kilómetros. Con más de cuarenta mil kilómetros cuadrados es
equivalente a dos tercios el tamaño de Panamá. Mientras el istmo cuenta con 45 personas por
kilómetro cuadrado, Extremadura abriga 24. ¡Hay espacio para respirar! A los más
exigentes visitantes de las urbes modernas les espera una agradable sorpresa: florestas
y planicies donde se puede caminar todo el día sin ver a su semejante. Embruja la mirada durante la marcha en la dehesa, el
bosque mas grande de Europa al sur de España, el sinnúmero de olivares,
encinas, alcornoques, viñedos y bestias negras, cerdos casi salvajes, descendientes
directos del jabalí, alimentados con productos naturales y del fruto de la
encina, bellotas, que los dotan de singular sabor, perfectamente adaptados a
una vida en libertad confinada.
La región está aún surcada por miles de kilómetros de senderos,
muchos de ellos romanos, pavimentados con las losas de granito original, siendo
conservados durante siglos por paisanos y cazadores. Sus pueblos y ciudades están distanciados y
esto da lugar al carácter individual de cada plaza. Los extremeños, genuinamente abiertos y
amistosos, son muy orgullosos de sus aldeas.
Conscientes del acontecer mundial, prefieren vivir la vida de una manera
menos complicada. Lo que más importa es
el cuidado de la familia, el poblado, el campo y su forma tradicional de vida.
Existe un renovado interés en la conservación del medio
ambiente. El extremeño se percata de que siglos de aislamiento regional les ha legado
un valioso patrimonio. Enormes extensiones de Extremadura están en un estado
prístino y recóndito. Muchas de las
zonas altas son tan inmaculadas que en sus ríos corre agua pura transparente,
que al beberla, sorprende por su dulzura. Entonces, ¿qué verá cuando viene a la
cuna de Balboa?
La historia se percibe por doquier: antiguas veredas y caminos, ruinas visigodas,
teatros romanos, anfiteatros, acueductos, viaductos, embalses, puentes
(incluyendo el puente romano más extenso del mundo), castillos moriscos,
fortalezas, alcazabas, catedrales, iglesias, monasterios, conventos y pequeñas
ciudades, construidas de granito, intactas a lo largo de su historia. También
se advierte la huella del hombre en el paisaje rural: antiguas terrazas de olivares,
viñedos, plantaciones de higueras, huertos de cerezos y almendros, y campiña
tras campiña de toda clase de frutas y hortalizas.
Gran parte de Extremadura es generosa y abundante. Le
atraviesan dos de los cinco ríos más caudalosos de España, el Tajo y el
Guadiana. Miles de kilómetros de canales riegan millones de hectáreas de cultivos
agrícolas, gozando de más agua dentro de sus límites que cualquier otra región de
Europa. Todo bajo un ingente cielo matizado
en azul durante todo el año.
Jerez de los Caballeros tiene un encanto especial. Contribuye a ello, no poco, sus estrechas
callejuelas, sus plazuelas escondidas y en su sentido característico y especial
sus viejas mansiones blasonadas y sus casas solariegas, con portada de piedra y
herrajes de forja. Estamos en una ciudad de Caballeros, no solamente de
Balboa, en el sur-oeste de Extremadura, a 505 metros de altitud sobre el nivel
del mar, con un termino municipal muy extenso (más de 750 km2) que riega el río
Ardila, reflejo de una España belicosa y reconquistadora, inmersa durante
siglos en una contienda militar (que también era religiosa), donde se fueron
reforzando los apellidos y símbolos, los escudos como los distintivos de la
familia. Es en este entorno que nace
Balboa en 1475.
Es la imponente y encantadora iglesia de San Bartolomé,
ubicada en el punto más elevado de la población, mezcla de arquitectura barroca
y mudéjar, que guarda concomitancias estilísticas con la Giralda de Sevilla,
fue bautizado Vasco Núñez de Balboa. Durante
mi visita a su pila bautismal no pude más que zambullirme en la historia ante
la impetuosa reseña del Dr. Feliciano Correa, Cronista Oficial de Xerez de los
Caballeros, quien sorpresivamente empalmó mi apellido, Figueroa, al índice
onomástico del linaje de la ciudad.
La espaciosa casa de Vasco Núñez de Balboa en la calle de
la Oliva, cercana a la iglesia de San Bartolomé, guarda un sabor de época y una
minuciosa semblanza del Adelantado del Mar del Sur, posterior a su conversión a
Museo en la primera década del siglo XXI.
La Plaza de Vasco Núñez de Balboa en Jerez de los
Caballeros, fue inaugurada el día 2 de junio de 1975, por el Duque de Cádiz,
Alfonso de Borbón Dampierre.
Sencilla y escueta
su estatua, me hizo remontar un atardecer hace medio siglo en el istmo,
mientras, a lo lejos, patricios jerarcas citadinos cortejaban en los barandales
del vetusto Club Unión en Casco Antiguo, contemplaba siluetas enamoradas
insinuando al unísono embusteros susurros de Cupido, por la curvilínea rotonda
de la estatua en nuestro malecón, la más imponente estela al explorador Vasco Núñez de Balboa, obsequio del
Rey Alfonso XIII, esculpida por los talentosos artistas españoles Miguel Blan y
Mariano Benlliure e inaugurada con la presencia de representantes de 15 naciones
latinoamericanas por el Dr. Belisario Porras el lunes 29 de septiembre de 1924,
como fiel testimonio de que fue aquí y no en ninguna otra plaza, que
se emprendió la mayor conquista geográfica de la historia de la
humanidad.
Rememoro entonces una inscripción en un mural de la
iglesia de San Bartolomé, que reza: “Y en 25 de septiembre de aquel año de
1513, a las 10 horas del día, yendo el capitán Vasco Núñez en la delantera….
Vio desde encima de la cumbre la mar del Sur, antes que ninguno de los cristianos
compañeros que allí iban”. Dicha la de
mis ojos de poder recientemente calcar la hazaña del jerezano desde la cima del
cerro Pechito Parao en Darién para lograr descifrar la euforia del momento y la
majestad de Jerez de los Caballeros.
Hermoso resumen de Extremadura, señor Figueroa, que ha tenido la suerte de contar con un gran introductor, Jaime. Gracias.
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