viernes, 7 de febrero de 2014

Homenaje Postumo a Dora Figueroa

Palabras en Exequias de mi madrina Dorita
Jaime Figueroa Navarro, Orador de Fondo

Basílica del Señor de los Milagros, Buga, Colombia, 29 de enero 2014

Queridos familiares y amigos, hermanos todos:

Estamos reunidos en esta solemne basílica, que significa “casa donde vive el rey”, que el próximo 2 de agosto celebra 107 años de fundación,  que consta de 4 millones de ladrillos y 12 mil arrobas de cal, hogar del Cristo Milagroso que enaltece a esta comunidad como un imán al turismo religioso atrayendo como abejas al panal, a 3 millones de creyentes cada año, para resaltar los atributos de una de sus más humildes y amorosas hijas. 

He aquí la crónica  de Dorita Figueroa:

Soy Jaime Figueroa Navarro, su sobrino y ahijado, y hoy regreso desde Panamá, posiblemente por última vez, a esta noble tierra del valle del Cauca que vio nacer y retoñar a mis ancestros. 

El nombre Dora origina del griego y significa “don de Dios y bienaventurada”.  Dio en el clavo mi querido abuelo, arquitecto Enrique Figueroa Fernández, hijo de Buga y creador de muchas de sus obras y parques municipales, quien reposa en este templo, al seleccionar su nombre.

Una estoica niñez vivió Dorita, internada en un claustro de monjas en Bogotá, resultado del repudio de mis familiares, a inicios del siglo pasado por el pecado de nacer fuera de la cuna familiar, como si ella hubiese sido la culpable de la aventura que le dio la vida. ¡Qué vergüenza para aquellos que no tuvieron la visión de ser verdaderos cristianos!

Si existe una palabra para caracterizar su extendida existencia, esta sería amor.  A pesar de una vida casta en la cual no engendra hijos, volcó todo su cariño, inicialmente hacia la figura de su padre, a quien veneraba, resaltando sus cualidades como arquitecto, creador de ideas y fotógrafo aficionado, estudiando las artes posterior a su reintegro a Buga.

Su creatividad se ve reflejada en sus pinturas y esculturas, cuya máxima exposición, a mi criterio, es un busto de mi hijo Jaime Enrique, que esculpió durante su capítulo con nuestra familia en Connecticut, estado de Nueva Inglaterra al norte de Nueva York, donde vivimos a finales de la década de los ochenta, y que resalta en un privilegiado altar de su sala familiar en ciudad de Panamá.


Su amor por la naturaleza se vio sobremanera reflejado en su hermoso jardín, donde germinaba un interminable arco iris de perfumadas flores y las más suculentas uvas que haya saboreado durante mi vida. Me deleitaban los baños en la pileta de su patio, desde mi primera visita a la residencia en Calle Tercera, numero 14-60, allá por 1955, a los 3 años de edad, uno de los recuerdos más lejanos que alberga la memoria, precisamente por tratarse de gratísimos episodios de la infancia, donde despertaba, escuchando en lugar del trinar de los gallitos, típico de la campiña istmeña, el cántico "El Tiempo, Espectador" de los voceadores Bugueños de la época.

Para inicios de 1960, mi padre fraguo un viaje de familia a la ciudad de Nueva York, donde en adición a mi madre y mi hermano, se nos unieron en ciudad de Panamá, mi abuelo Enrique y mi madrina Dorita.  Por el pavor que le tenía mi madre al avión, a raíz de la muerte de un hermano en un trágico accidente aéreo, hicimos la travesía en barco con escala en Puerto Príncipe, capital de Haití.  

Al llegar a Nueva York, Dorita dedico las próximas diez semanas a mi educación, de forma placentera y juguetona.  Me enseño a escribir utilizando el método Palmer, me describió las virtudes y malicias de cada uno de los animales del zoológico metropolitano, el significado de los retazos que se escondían detrás de cada lienzo del Museo de Arte Moderno y participo con mi hermano y conmigo en una batalla campal de bolas de nieve durante la primera nevada.  Dorita era el complemento ideal a mi madre, pero sin darme una cuera al portarme mal y siempre mostrando su blanquísima dentadura a través de su angelical sonrisa.

¿Qué más podemos atribuirle?  Que no sé cómo, era también la mejor pastelera de Colombia.  Su ponqué fue parte inseparable de mi infancia y adultez y su dedicación al arte culinario deleito los más osados caprichos durante mi asignación a la sede de IBM donde más que una adorable madrina hizo exactamente lo mismo por mis hijos, que lo que hizo conmigo 30 años antes.

Nos ilustro Dorita a gozar plenamente las cosas sencillas de la vida.  Como gozaba durante sus visitas a Panamá, por ejemplo, relamerse con una presa de pescado frito caribeño.
A raíz de la Colombia sufrida de mediados del siglo pasado, antítesis de la globalización, con absurdas reglas del juego que prohibían la importación, Dorita no permitía que nada se desechara sin ella repararlo, cosechando grandes dones como doctora en ingeniería de la reparación de todas las cosas.

Dorita Figueroa fue un ángel fugaz que deleito la existencia a todos los que tuvimos el privilegio de conocerla, pero sobremanera a aquellos que fuimos el fruto de su amor.  En Buga, caro cariño, dedicación y desprendimiento tuvo con los hijos de sus vecinos y amigos, el matrimonio Cabal Barona, Diego Luis quien se adelanto para acompañarle en la paz eterna y Ángela María la cual veneró como una hija hasta su último día. 

Amaba Dorita a su natal Buga con tal tesón que jamás lo relevo a un segundo lugar, como otros que en ultramar dicen que son de Cali, a raíz de un incomprensible complejo de inferioridad.  Siempre hablaba de Buga con especial cariño, de su manjar blanco, sus parques y su gente educada y bonachona, convirtiéndose así en una embajadora de lujo de su pueblo que tanto amo.

Amo Dorita a Cristo, a su Cristo milagroso y a su basílica la cual frecuentaba para agradecer todas las cosas bellas que le rodeaban, porque era una eterna optimista, resaltando los grandes dotes de humildad de Su Santidad, el Papa Francisco Primero, antes de su tiempo.

Recuerdo la penúltima vez que le visite, hará dos años, ya bien golpeada por los años, pero preñada del entusiasmo que me hizo recordar mi primera visita a Buga hace ya casi 60 años.  El tiempo cobró su paso al sucumbir a un estado comatoso en que le encontré durante mi última visita, pero su eterna sonrisa bombea aun presente en cada latido de mi corazón.


Dios te bendiga y te mantenga en su gloria.  ¡Hasta luego querida Dorita y gracias por ser un angelito en mi vida, en la de tus familiares y amigos, y todos aquellos que gozaron la dicha de conocerte y tratarte!   Y gracias a todos ustedes, que han tomado tiempo de sus agitadas agendas, nuestro eterno agradecimiento por su compañía en esta ceremonia para celebrar la existencia de Dorita Figueroa.  ¡Muchas gracias!

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