viernes, 18 de abril de 2014

Mi Segundo Amor

Diario Panamá América
26 de abril 2014

Mi Segundo Amor
Jaime Figueroa Navarro

Era apenas un infante de tres años a mediados de la década de los cincuenta en Bella Vista, frondoso barrio donde gozábamos la sombra de gigantescos caobos y guayacanes, donde acostumbraba alimentar a diario los venaditos de la familia Domínguez con hojas no tan frescas que recubrían las lechugas que campechanamente me obsequiaba el chino en su kiosco de verduras, al costado del Comisariato Don Bosco, quehacer regentado por la familia Cárdenas en la amplia Avenida Cuba a la altura de calle 38, siendo el chinito provisor de las legumbres que adornaban las frescas ensaladas que a refunfuñonas nos obligaban a consumir como abrebocas durante los almuerzos.

Como los venaditos estaban casi frente al comisariato, a mediados de cuadra, haciendo obligatorio el cruce de la ancha arteria que en aquellos tiempos acostumbraba la circulación de espaciosos vehículos en ambas direcciones, iba agarrado de la suavecísima mano, casi tan sedosa como una almohada de plumas de ganso, de Inocencia Skit de Robles, nuestra cocinera.

Igualita a Aunt Jemima, era Inocencia producto de un fornido jornalero jamaiquino, aquellos de primera generación que emigraron para la construcción del Canal, y que se auto llamaban morenos caribeños, y de una guapa santeña, haciendo honor al crisol de razas de la época y el sitio.
  
Durante nuestro paseo matinal, a menudo tropezábamos con el Dr. Roberto Sandoval, vecino de la próxima cuadra, quien me dispensaba una pastillita de menta transparente italiana Perugina, que refrescaba el paladar a tal punto que por un rato no se podía beber liquido frio alguno sin sentir ardor en la garganta.

Bien educada era Inocencia, saludando respetuosamente a quien se acercará con una sonrisa que encandilaba la blancura de su dentadura completa, tan blanca como el marfil de los colmillos de elefantes.  Totalmente bilingüe, con impecable acento británico,  atendía a los galenos colegas de mi padre, que nos visitaban con frecuencia de Norteamérica quedando atónitos por su dulzura de carácter, total dominio de la lengua de Shakespeare y gestos de amabilidad durante los convites a sus apetitosos almuerzos y cenas.

En tiempos aquellos, mi padre practicaba la urología como jefe de la Sala 7 en el Hospital Santo Tomás donde dispensaba sanación a panameños de todas las edades y extractos sociales sin cobrarle a los de más escasos recursos, personas que como muestra de agradecimiento acercándose las fiestas navideñas, se presentaban a su clínica en la planta baja de nuestro edificio, con animalillos vivos: gallinas, puercos y hasta conejos, teniendo que emplazar a Inocencia para que se encargara del sacrificio.     

Entrenada cabalmente por mi madre Mercedes, no se le olvidaba ningún detalle en la presentación de la mesa y preparación de los alimentos, muestra de su innata inteligencia, preparando tentadores festines con frutos de mar y tierra, platos siempre adornados por su cariño, buen colmillo e inmaculado traje blanco.

Su compañero de apellido Robles, con quien se casó haciendo residencia en Parque Lefevre, era matarife de profesión y tenía un puesto de ventas de carnes en el mercadito de Calidonia.  Por hacerle mala vida y por mujeriego, Inocencia le dejó por otro enamorado apellidado Navarro, convirtiéndose por su nuevo apellido técnicamente en familia nuestra, tema que gozaba inmensamente mientras parlamentaba con las otras sirvientas del barrio.

Inocencia me bañaba, cepillaba los dientes y fue quien me enseñó a atar los cordones de los zapatos y a conducir mi primera bicicleta.  Muy calladito mantuve durante décadas el secreto, que posterior a mi madre, fue Inocencia mi segundo amor.  ¿Cómo no podía estar enamorado de esta mujer que tanto cariño y buena comida me dispensó durante mi niñez?  Adolescente, al partir a cursar estudios secundarios en Boston, al despedirme con lágrimas en los ojos y un abrazo rompe costillas, me advirtió que a mi regreso conversaríamos perfectamente en inglés.  Y así fue.

Durante un cuarto de siglo fue parte integral de mi familia, causándome sumo pesar su fallecimiento durante mi extendida ausencia del istmo.  Siempre, especialmente al degustar unos deliciosos pancakes y observar el bonachón rostro de Aunt Jemima en el recipiente del sirope, le recuerdo con especial afecto.  Dicen que uno no muere mientras permanece en el recuerdo de alguien vivo.  ¡Salve Inocencia, mi segundo amor!                     

1 comentario:

  1. Gracias por compartir muy bonito recuerdo de la que debe haber sido una gran persona.

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