Diario Panamá América
26 de abril 2014
Mi
Segundo Amor
Jaime
Figueroa Navarro
Era
apenas un infante de tres años a mediados de la década de los cincuenta en
Bella Vista, frondoso barrio donde gozábamos la sombra de gigantescos caobos y
guayacanes, donde acostumbraba alimentar a diario los venaditos de la familia Domínguez
con hojas no tan frescas que recubrían las lechugas que campechanamente me
obsequiaba el chino en su kiosco de verduras, al costado del Comisariato Don
Bosco, quehacer regentado por la familia Cárdenas en la amplia Avenida Cuba a la
altura de calle 38, siendo el chinito provisor de las legumbres que adornaban
las frescas ensaladas que a refunfuñonas nos obligaban a consumir como
abrebocas durante los almuerzos.
Como
los venaditos estaban casi frente al comisariato, a mediados de cuadra,
haciendo obligatorio el cruce de la ancha arteria que en aquellos tiempos
acostumbraba la circulación de espaciosos vehículos en ambas direcciones, iba
agarrado de la suavecísima mano, casi tan sedosa como una almohada de plumas de
ganso, de Inocencia Skit de Robles, nuestra cocinera.
Igualita
a Aunt Jemima, era Inocencia producto
de un fornido jornalero jamaiquino, aquellos de primera generación que emigraron
para la construcción del Canal, y que se auto llamaban morenos caribeños, y de
una guapa santeña, haciendo honor al crisol de razas de la época y el sitio.
Durante
nuestro paseo matinal, a menudo tropezábamos con el Dr. Roberto Sandoval,
vecino de la próxima cuadra, quien me dispensaba una pastillita de menta
transparente italiana Perugina, que refrescaba el paladar a tal punto que por
un rato no se podía beber liquido frio alguno sin sentir ardor en la garganta.
Bien
educada era Inocencia, saludando respetuosamente a quien se acercará con una
sonrisa que encandilaba la blancura
de su dentadura completa, tan blanca como el marfil de los colmillos de
elefantes. Totalmente bilingüe, con impecable
acento británico, atendía a los galenos colegas de mi padre, que nos visitaban con
frecuencia de Norteamérica quedando atónitos por su dulzura de carácter, total
dominio de la lengua de Shakespeare y gestos de amabilidad durante los convites
a sus apetitosos almuerzos y cenas.
En
tiempos aquellos, mi padre practicaba la urología como jefe de la Sala 7 en el
Hospital Santo Tomás donde dispensaba sanación a panameños de todas las edades
y extractos sociales sin cobrarle a los de más escasos recursos, personas que
como muestra de agradecimiento acercándose las fiestas navideñas, se
presentaban a su clínica en la planta baja de nuestro edificio, con animalillos
vivos: gallinas, puercos y hasta conejos, teniendo que emplazar a Inocencia
para que se encargara del sacrificio.
Entrenada
cabalmente por mi madre Mercedes, no se le olvidaba ningún detalle en la
presentación de la mesa y preparación de los alimentos, muestra de su innata
inteligencia, preparando tentadores festines con frutos de mar y tierra, platos
siempre adornados por su cariño, buen colmillo e inmaculado traje blanco.
Su
compañero de apellido Robles, con quien se casó haciendo residencia en Parque
Lefevre, era matarife de profesión y tenía un puesto de ventas de carnes en el
mercadito de Calidonia. Por hacerle mala
vida y por mujeriego, Inocencia le dejó por otro enamorado apellidado Navarro, convirtiéndose
por su nuevo apellido técnicamente en familia nuestra, tema que gozaba
inmensamente mientras parlamentaba con las otras sirvientas del barrio.
Inocencia
me bañaba, cepillaba los dientes y fue quien me enseñó a atar los cordones de
los zapatos y a conducir mi primera bicicleta.
Muy calladito mantuve durante décadas el secreto, que posterior a mi
madre, fue Inocencia mi segundo amor. ¿Cómo
no podía estar enamorado de esta mujer que tanto cariño y buena comida me
dispensó durante mi niñez? Adolescente,
al partir a cursar estudios secundarios en Boston, al despedirme con lágrimas
en los ojos y un abrazo rompe costillas, me advirtió que a mi regreso
conversaríamos perfectamente en inglés.
Y así fue.
Gracias por compartir muy bonito recuerdo de la que debe haber sido una gran persona.
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