jueves, 4 de diciembre de 2014

Nostálgico Lente del Turismo Istmeño

Diario Panamá América
6 de diciembre 2014

Nostálgico Lente del Turismo Istmeño
Jaime Figueroa Navarro

Eran las vacaciones escolares del verano de 1960 cuando adornaban las paredes de la ciudad los cartelones políticos anunciando con serio cariz (en aquellos tiempos no se sonreían) los candidatos a la Presidencia: Ricardo Arias, Víctor Goytia y Roberto Chiari, elecciones que posteriormente cosechó este ultimo.  

Habitualmente, como solía toda la familia desde el decimonono, emigrábamos al encuentro con la naturaleza en las oxigenadas lomas de la quinta La Garita de Chepo, rodeados de frondosos Panamás, espavés, cocobolos, palmas reales y arbustos de caimito, mamey, guayaba, diversas variedades de mangos, fruta de mono y marañón a tutiplén, donde durante nuestro matutino chapuzón en el balneario Rosaura oteábamos boas, libélulas, venaditos, todo tipo de multicolores bullangueras avecillas y monos aulladores que descendían de los cerros por un sorbo de agua fresca mientras resaltaban alegremente miles de brillantes sardinitas sobre el esplendor de las aguas del Mamoní, una que otra piragua diestramente remada por indígenas con taparrabos que ofrecían por centavos, a veces un cuartillo, diversos frutos, entre ellos enormes cabezas de plátanos y suculentas rojizas sandias.

1960 sería muy diferente.  A raíz de un entrenamiento en el prestigioso Weill-Cornell Hospital sobre proteínas estructurales que afectaban las células cancerosas en la próstata, mi padre, medico urólogo, decidió que todos embarcáramos baúles a la frígida Babel de Hierro, de tal manera que a los siete años me vi transformado en una versión infantil de Cocodrilo Dundee, rodeado de rascacielos, Macys, museos, escaleras eléctricas y el metro de Nueva York, décadas antes de la metamorfosis de ciudad de Panamá.  Allí descubrí el zoológico metropolitano más grande del mundo en el barrio de Bronx, preguntándome que hacían los animales tras rejas cuando en Chepo estaban a su libre albedrío.

Fue sin duda, experiencia enriquecedora y mis primeros pininos como Marco Polo istmeño.  Uno de los hitos del periplo fue el vivo entusiasmo de mi setentón abuelo Enrique al adquirir por $500 su cámara Leica M2, producto alemán icono de la época, equivalente al costo de casi la mitad de un automóvil, utilizada por Alberto Korda para la toma de su famosa foto del Che Guevara, cámara que hoy adorna el escritorio de mi oficina.

Dicen que la diferencia entre un niño y un hombre está en el precio de sus juguetes.  El cariño de Don Enrique por su cámara y lo que podía concebir fue evidente en las semanas que respiramos la metrópolis neoyorquina gozando el vapor que emanaba de nuestras bocas cual humo de cigarrillos, durante la travesía sobre rieles hasta las gélidas cataratas del Niagara y vislumbrando los copos de nieve durante la primera tormenta del mes de febrero de 1960, esa gloriosa mañana cuando galopamos mi hermano Alfredo y yo, cuan toros en San Fermín, del apartamento en el lado Este de Manhattan aflorando una batalla de bolas del preciado cristal con el abuelo detrás con su Leica M2.

Aunque viví esos momentos, nunca saboree los pormenores de la fotografía.  Tal vez por los cambios en la tecnología, que me permiten en modalidad iA (automática, yo le he apodado “idiot assistant”) captar fotos casi perfectas en mi camarita Panasonic Lumix DMC-ZS10, equipada hasta con GPS.  Y para las masas solo bastan los teléfonos celulares que surgen cada vez con más y mejores dispositivos para la toma de imágenes.

No fue hasta un reciente viaje a la boda de mi buen amigo Julio Ross Anguizola en Guadalajara, Jalisco, que me rascó el cerebro mi colega Carlos Méndez, financista y banquero istmeño, con la diferencia en la calidad de las fotografías que brotaban de su cámara Canon EOS 70D, quedando enganchado cual pez vela en la darienita bahía de Piñas.  Tras un análisis de semanas, reminiscencia de mis adolescentes pesquisas en la biblioteca de mi escuela preparatoria en Worcester opté, así como Don Enrique, por adquirir la tomavistas.


Mi patrullaje turístico istmeño me verá ahora acompañado de una forma diferente de vislumbrar el panorama tropical escudriñando en los detalles la forma de precisar aun más su hermosura, algo así como el momento que el individuo que vive un borroso mundo recoge sus nuevas gafas en la Óptica Sosa y Arango.  Escribir siempre ha sido mi manera de amar a Panamá, ahora también lo será el lente.  ¡Gracias abuelo querido! 

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