Diario Panamá América
6 de
diciembre 2014
Nostálgico
Lente del Turismo Istmeño
Jaime
Figueroa Navarro
Eran
las vacaciones escolares del verano de 1960 cuando adornaban las paredes de la
ciudad los cartelones políticos anunciando con serio cariz (en aquellos tiempos
no se sonreían) los candidatos a la Presidencia: Ricardo Arias, Víctor Goytia y
Roberto Chiari, elecciones que posteriormente cosechó este ultimo.
Habitualmente,
como solía toda la familia desde el decimonono, emigrábamos al encuentro con la
naturaleza en las oxigenadas lomas de la quinta La Garita de Chepo, rodeados de
frondosos Panamás, espavés, cocobolos, palmas reales y arbustos de caimito,
mamey, guayaba, diversas variedades de mangos, fruta de mono y marañón a
tutiplén, donde durante nuestro matutino chapuzón en el balneario Rosaura oteábamos
boas, libélulas, venaditos, todo tipo de multicolores bullangueras avecillas y
monos aulladores que descendían de los cerros por un sorbo de agua fresca mientras
resaltaban alegremente miles de brillantes sardinitas sobre el esplendor de las
aguas del Mamoní, una que otra piragua diestramente remada por indígenas con taparrabos
que ofrecían por centavos, a veces un cuartillo, diversos frutos, entre ellos
enormes cabezas de plátanos y suculentas rojizas sandias.
1960
sería muy diferente. A raíz de un entrenamiento
en el prestigioso Weill-Cornell Hospital sobre proteínas estructurales que afectaban
las células cancerosas en la próstata, mi padre, medico urólogo, decidió que
todos embarcáramos baúles a la frígida Babel de Hierro, de tal manera que a los
siete años me vi transformado en una versión infantil de Cocodrilo Dundee,
rodeado de rascacielos, Macys, museos, escaleras eléctricas y el metro de Nueva
York, décadas antes de la metamorfosis de ciudad de Panamá. Allí descubrí el zoológico metropolitano más
grande del mundo en el barrio de Bronx, preguntándome que hacían los animales
tras rejas cuando en Chepo estaban a su libre albedrío.
Fue
sin duda, experiencia enriquecedora y mis primeros pininos como Marco Polo
istmeño. Uno de los hitos del periplo
fue el vivo entusiasmo de mi setentón abuelo Enrique al adquirir por $500 su
cámara Leica M2, producto alemán icono de la época, equivalente al costo de
casi la mitad de un automóvil, utilizada por Alberto Korda para la toma de su
famosa foto del Che Guevara, cámara que hoy adorna el escritorio de mi oficina.
Dicen
que la diferencia entre un niño y un hombre está en el precio de sus
juguetes. El cariño de Don Enrique por
su cámara y lo que podía concebir fue evidente en las semanas que respiramos la
metrópolis neoyorquina gozando el vapor que emanaba de nuestras bocas cual humo
de cigarrillos, durante la travesía sobre rieles hasta las gélidas cataratas
del Niagara y vislumbrando los copos de nieve durante la primera tormenta del
mes de febrero de 1960, esa gloriosa mañana cuando galopamos mi hermano Alfredo
y yo, cuan toros en San Fermín, del apartamento en el lado Este de Manhattan aflorando
una batalla de bolas del preciado cristal con el abuelo detrás con su Leica M2.
Aunque
viví esos momentos, nunca saboree los pormenores de la fotografía. Tal vez por los cambios en la tecnología, que
me permiten en modalidad iA (automática, yo le he apodado “idiot assistant”) captar
fotos casi perfectas en mi camarita Panasonic Lumix DMC-ZS10, equipada hasta
con GPS. Y para las masas solo bastan
los teléfonos celulares que surgen cada vez con más y mejores dispositivos para
la toma de imágenes.
No
fue hasta un reciente viaje a la boda de mi buen amigo Julio Ross Anguizola en
Guadalajara, Jalisco, que me rascó el cerebro mi colega Carlos Méndez,
financista y banquero istmeño, con la diferencia en la calidad de las fotografías
que brotaban de su cámara Canon EOS 70D, quedando enganchado cual pez vela en
la darienita bahía de Piñas. Tras un
análisis de semanas, reminiscencia de mis adolescentes pesquisas en la
biblioteca de mi escuela preparatoria en Worcester opté, así como Don Enrique,
por adquirir la tomavistas.
Mi
patrullaje turístico istmeño me verá ahora acompañado de una forma diferente de
vislumbrar el panorama tropical escudriñando en los detalles la forma de
precisar aun más su hermosura, algo así como el momento que el individuo que
vive un borroso mundo recoge sus nuevas gafas en la Óptica Sosa y Arango. Escribir siempre ha sido mi manera de amar a
Panamá, ahora también lo será el lente. ¡Gracias
abuelo querido!
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