Diario Panamá América
17
de enero 2014
Todos
somos Franceses
Jaime
Figueroa Navarro
Fraguaba
los 15 años en junio de 1968, cuando en medio de un mundo convulsionado por una
juventud rebelde al ritmo de las melodiosas notas de los Beatles, fresco en la memoria el pasmoso asesinato del candidato
presidencial estadounidense Robert F. Kennedy en Los Ángeles, aterrizó el avión
de Air France en el aeropuerto de Orly en medio de revueltas estudiantiles en
Paris contra el gobierno de la Quinta Republica de Charles de Gaulle.
Mi inmersión
a la Francia, porque ellos mismos se
refieren a su país en término femenino, rindiendo así tributo a la maternidad
en un universo otrora machista, desabrochó los ojos a la majestuosidad de una
cultura y filosofía íntegramente diferente al imperio norteño, donde los finos
detalles de su arquitectura, gastronomía y rítmica lengua se perciben y saborean
en melodiosa formula. Durante ocho
semanas, a la sombra del castillo de Amboise en la campiña gala a orillas del
voluminoso río Loire, escudriñamos la gramática y personalidad de su gente,
adentrándonos de sobremesa en sus entrañas, surcando la Riviera y Alpes
franceses antes de retomar el vuelo a Boston.
Pero más
allá de su naturaleza única, La Republica Francesa está intensamente perfumada
de libertad. Esa libertad pura que nos dosifica
como robusto ejemplo a este lado del Atlántico, tatuada en el alma con la
rúbrica de la Revolución Francesa de 1789: liberté,
egalité, fraternité. Esa Francia,
repetidamente violada por enemigos continentales como España, Inglaterra,
Alemania y ahora el terrorismo, es el más destacado patrón de autonomía universal
que jamás se doblega ante el ataque de sus enemigos.
Tal vez su
más rememorado símbolo es la Estatua de la Libertad en la caleta de la ciudad de
Nueva York. Obsequio de la Republica Francesa
a los Estados Unidos durante la celebración de su centenario de independencia,
fue erigida paralela al periodo de construcción del canal francés en
Panamá. Diseñada por el escultor Frédéric Bartholdi, su diseño
interior estuvo a cargo del ingeniero Gustave Eiffel, creador de la torre que
lleva su nombre en Paris.
La libertad es la capacidad de la conciencia para pensar y obrar según la
propia voluntad. Si hay algo particularmente
innato en el hombre es el humor. No los temores, ni el terror, manifestaciones
vivas del reino animal. Una de las mayores revelaciones de la creatividad que resaltan
nuestro intelecto es la posibilidad de ridiculizar al poder y a nosotros mismos
como antídoto contra las tentaciones de omnipotencia. Duele la caricatura
porque nos desnuda, poniendo a flote nuestros límites, y castigando nuestra
pretensión de creernos importantes e intocables.
Nace así, por ejemplo la revista Mad,
la publicación favorita de los estudiantes de la Universidad de Harvard,
pionera de la sátira y la burla, a partir de 1952. El programa televisivo favorito de la
audiencia norteamericana en la década de los 70 y el más popular de todos los
tiempos es All in the Family, donde
su interlocutor es Archie Bunker, un obrero, veterano de la Segunda Guerra
Mundial que vive en Queens, Nueva York. Archie es abiertamente un fanático, prejuiciado en contra de quien no sea un
heterosexual, políticamente conservador, nacido en Estados Unidos, blanco, anglosajón,
protestante, masculino y desdeñoso del que no concuerde con su forma de
pensar. Es tan genial la obra del
director Norman Lear que mantengo la colección completa de los programas de la
primera temporada en mi biblioteca, donde se tratan temas tabús de la época como
el homosexualismo, aborto, racismo, liberación femenina, violación, cáncer de
la mama, la Guerra de Vietnam, menopausia e impotencia.
Ser francés representa esa libertad del pensamiento. Querer asesinar el humor es convertirnos en
Archies, refrendando la sentencia de muerte contra la ilusión de poder reñir y
convivir con las alimañas arraigadas en nuestros espectros y tormentos de individuos
limitados. En este convulsionado siglo
XXI seguimos sin aprender que se pueden ultimar personas, pero no el valor de
sus ideas.
Por eso fue que asistí el lunes sin temor alguno, con la conciencia como
norte y mi camiseta exclusivamente confeccionada con el mensaje Je suis Charlie, a la manifestación de
la Plaza de Francia, convocada por la Embajada de Francia y el Consejo Nacional
de Periodismo en homenaje a las víctimas del atentado que sufrió el semanario
francés Charlie Hebdo. Allí estábamos
todos, los imames Musulmanes, rabinos Judíos, jóvenes estudiantes del Lycee
Française, miembros del cuerpo diplomático, ciudadanos del mundo, damas y
caballeros, amantes de la libertad, todos convertidos en franceses para que triunfe
la libertad del pensamiento, sobre la irracional violencia y sobre el
retrogrado fanatismo e ignorancia que todos observamos en Paris el miércoles 7. ¡Vive la France!
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