sábado, 25 de abril de 2015

El Eterno Verdor de Nuestros Bosques

Diario Panamá América
25 de abril 2015

El Eterno Verdor de Nuestros Bosques
Jaime Figueroa Navarro

Intrínsecamente a mi pasión por Panamá y su turismo, persistente y sesudo análisis de los eslabones que seducen a los visitantes al terruño, pesan sobremanera los veranos de infancia en La Garita de Chepo, donde aprendí a amar incondicionalmente la fresca brisa con olor a marañones y el verdor de los centenarios arboles que en aquellos tiempos confinaban la pequeña villa, sirviendo cuales mansiones para bandadas de multicolores familias de pajarillos, escuchando en el trasfondo, entre la sinfonía de disimiles silbidos el incesante taladro “tuc-tuc-tuc” de carpinteros (picidae panamensis) en búsqueda de gusanos, larvas e insectos, pernoctando el recuerdo del espeso río Mamoní que en pleno verano, reflejando como espejo el verdor de vigorosos arbustos, refrescaba el alma y saciaba la sed de animalillos de todas las especies que se acercaban a sus orillas al despuntar el sol, a beber sus aguas, espantando centenares de sardinas.

Es precisamente ese Panamá el que añora el turista al apreciar durante los últimos días de abril desde el ventanal de la aeronave anterior al aterrizaje en Tocumen las pecas amarillas de floreados guayacanes entre el espesor de la jungla istmeña, porque el mundo se ha transformado en cárceles de concreto repletas de puestos de comida chatarra con obesos comensales y el inseparable celular que rebaja al ensimismado ser humano a ver sin mirar, al interminable chateo causándole asco silabear un afable buenos días a la persona que tiene de frente.

A solo minutos de los rascacielos capitalinos topamos ese milagro de la naturaleza, tierra de ñeques e industriosas arrieras llevando a cuestas serruchadas hojas que obligan al crecimiento de nuevos brotes en los arboles eternizando el vigor de la foresta.  Fatigados viajeros entumecidos por el chillido de vagones de trenes urbanos deleitan el espíritu al contactar la naturaleza. 

Y es que las playas de la interminable hilera de islas de San Blas con sus cocotales y estrellas marinas no tienen que pedirle a ningún predio del universo, como tampoco lo tienen los fornidos arboles de la foresta Darienita, que lastimosamente pocos conocemos y menos apreciamos.  Nos debe avergonzar la falta de cariño por el terruño, desconocer la provincia más extensa, menos poblada y más hermosa de Panamá cuyos habitantes, como en antaño en otros lares, cariñosamente saludan al forastero, acercándose para intimar con vivarachos ojos como si fuésemos viejos conocidos. 

A lo opuesto del estresado citadino, rebosa el hombre de la selva de una envidiable salud producto de una dieta natural donde el agua de coco reemplaza los cocacolizados brebajes que ofrecen los chinitos y supermercados capitalinos.  Allá donde las cosas sencillas se aprecian, los niños aun juegan con canicas y trompos y los no tan jóvenes conversan al final de la jornada acariciando el bamboleo de las hamacas. 

Celebramos el día de la Tierra este año con noticias no tan alentadoras sobre el calentamiento global y la continuada destrucción del medio ambiente.  A pesar de la tala de los bosques istmeños, Panamá todavía goza de envidiables selvas que tenemos la obligación de mantener y expandir, urgentemente haciendo un viraje al desierto y sequia de provincias centrales, producto de nuestra ignorancia y despecho. El agua se ha convertido en esencia de vida y por vez primera comienza a escasear en un mundo que antes era una esponja. 


Se hace importante interrumpir nuestro bregar y hacer un repaso de aquellas cosas que son de verdadera valía  en la vida, admirando la inmensidad lo que tenemos en lugar del constante quejido, deteniéndonos a oler los jazmines y a admirar el bailoteo de azuladas mariposas.  Eso lo hacen a diario nuestros visitantes, empecemos a hacerlo nosotros. 

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