Diario Panamá América
19 de noviembre 2016
Sea Amable
Jaime Figueroa Navarro
Si deseamos forjar un turismo de calidad
donde el visitante se sienta a gusto, con deseos de regresar y sirva como el
mejor embajador de nuestra muy particular plaza, aquel que nos honra con su selección como
destino merece nuestro respeto, muestras de cortesía en el trato y genuino
interés por su bienestar.
Ring, ring. Suena el teléfono en mi oficina: “Para servirle” contesto. “Ey, pásame a
Edith” dice mi interlocutor. “Esta
equivocado caballero, que tenga un buen día”.
“¿Quién habla ahí?”. “Esta
equivocado caballero, que tenga un buen día”, reitero. Del otro lado un enojado cristiano corta
abruptamente la conversación. Este trivial
intercambio es una muestra del diario
vivir en un tribalismo que a gritos solicita la implementación de un curso de
urbanidad – urbs, urbe – reglas para la convivencia en la ciudad.
Manuel Antonio Carreño (1812-1874) nos
lega su obra Manual
de Urbanidad y Buenas Maneras, donde resume las formas más básicas
y las reglas sobre los buenos modales para relacionarse en sociedad. Este tomito, esta biblia de la etiqueta, debe
ser como lo fue en el pasado, materia obligatoria en la educación formal del
ciudadano. O como diría Sherlock
Holmes: “Elemental mi querido Watson”. Es
por allí donde comienza la transformación del Homo sapiens panamensis.
Algo similar forma parte
del currículo formal en la Academia Militar de Valley Forge en Pennsylvania,
donde se dicta una materia de urbanidad conocida como Costumbres Sociales
Oficiales y se instruye al cadete, en adición a las matemáticas y el inglés integradas
a la disciplina, detalles íntimos, por
ejemplo, sobre la presentación de una mesa y la ubicación de cubiertos, temas
totalmente desconocidos en nuestro medio.
Recuerdo hace unos años
la invitación a un almuerzo formal en la Embajada de Francia donde Monsieur
Goisbault agasajaba a un grupo de profesores universitarios contando con
exquisito menú e impecable mesa con todas la de la ley del protocolo galo. La cantidad y variedad de platitos, copas y
cubiertos eran tan temibles como su ubicación.
Posterior a las trivialidades del saludo en la sala, pasamos al comedor
donde observé angustiosos gestos en los rostros de los invitados para no hacer
el ridículo con cantinfladas durante la velada gastronómica.
Bobos no son los
catedráticos. A falta de conocimiento o
seguridad en la etiqueta, miradas furtivas de los que se encontraban más
cercanos, seguían cada uno de mis pasos para asegurar la certeza en el manejo
de los instrumentos. Fue allí donde decidí
jugar una travesura asiendo la cuchara para el postre al momento de tomar la
sopa, rápidamente cambiando de cubierto posterior al “error”, dejando in
fraganti a los comensales que copiaron mi rictus.
Debemos instruir y servir
como ejemplos. En el teatro del turismo
istmeño, la primera toma en escena es la sala de espera fuera de las aduanas en
el aeropuerto internacional de Tocumen.
La próxima vez que vaya a recibir a un ser querido o a un visitante,
observe los pormenores de cada uno de los actores, detalles íntimos que sirven
de abrebocas a los que llegan, estupefactos aun por la visión de un inesperado
arcoíris de rascacielos a través de la ventanilla de la aeronave, cuyos
espejuelos se empañan al roce del húmedo aire fuera de la terminal al igual que
su sorpresa al ser aturdido por una manada que no deja de susurrar el
desordenado cantico de “taxi, ¡taxi!”.
Con cada interacción, en
el hotel, el Casco Viejo, el Centro de Visitantes de Miraflores, el
restaurante, la Cinta Costera, se va tatuando el recuerdo de la vivencia
istmeña. O lo hacemos bien, o lo hacemos
mal. Con tanto verdor, con azuladas
mariposas, ciclópeos langostinos y una exuberante, envidiable belleza que
mostrar, bien vale la pena Carreño para todos, poniendo así la roja cereza a la
copa de Martini. Cierre del telón. ¡Bravo!
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