lunes, 21 de noviembre de 2016

Sea Amable


Diario Panamá América
19 de noviembre 2016

Sea Amable
Jaime Figueroa Navarro

Si deseamos forjar un turismo de calidad donde el visitante se sienta a gusto, con deseos de regresar y sirva como el mejor embajador de nuestra muy particular plaza,  aquel que nos honra con su selección como destino merece nuestro respeto, muestras de cortesía en el trato y genuino interés por su bienestar.

Ring, ring.  Suena el teléfono en mi oficina:  “Para servirle” contesto. “Ey, pásame a Edith” dice mi interlocutor.  “Esta equivocado caballero, que tenga un buen día”.  “¿Quién habla ahí?”.  “Esta equivocado caballero, que tenga un buen día”, reitero.  Del otro lado un enojado cristiano corta abruptamente la conversación.   Este trivial intercambio  es una muestra del diario vivir en un tribalismo que a gritos solicita la implementación de un curso de urbanidad – urbs, urbe – reglas para la convivencia en la ciudad.

Manuel Antonio Carreño (1812-1874) nos lega su obra Manual de Urbanidad y Buenas Maneras,   donde resume las formas más básicas y las reglas sobre los buenos modales para relacionarse en sociedad.  Este tomito, esta biblia de la etiqueta, debe ser como lo fue en el pasado, materia obligatoria en la educación formal del ciudadano.  O como diría Sherlock Holmes: “Elemental mi querido Watson”.  Es por allí donde comienza la transformación del Homo sapiens panamensis.

Algo similar forma parte del currículo formal en la Academia Militar de Valley Forge en Pennsylvania, donde se dicta una materia de urbanidad conocida como Costumbres Sociales Oficiales y se instruye al cadete, en adición a las matemáticas y el inglés integradas a  la disciplina, detalles íntimos, por ejemplo, sobre la presentación de una mesa y la ubicación de cubiertos, temas totalmente desconocidos en nuestro medio.

Recuerdo hace unos años la invitación a un almuerzo formal en la Embajada de Francia donde Monsieur Goisbault agasajaba a un grupo de profesores universitarios contando con exquisito menú e impecable mesa con todas la de la ley del protocolo galo.  La cantidad y variedad de platitos, copas y cubiertos eran tan temibles como su ubicación.  Posterior a las trivialidades del saludo en la sala, pasamos al comedor donde observé angustiosos gestos en los rostros de los invitados para no hacer el ridículo con cantinfladas durante la velada gastronómica. 

Bobos no son los catedráticos.  A falta de conocimiento o seguridad en la etiqueta, miradas furtivas de los que se encontraban más cercanos, seguían cada uno de mis pasos para asegurar la certeza en el manejo de los instrumentos.  Fue allí donde decidí jugar una travesura asiendo la cuchara para el postre al momento de tomar la sopa, rápidamente cambiando de cubierto posterior al “error”, dejando in fraganti a los comensales que copiaron mi rictus.

Debemos instruir y servir como ejemplos.  En el teatro del turismo istmeño, la primera toma en escena es la sala de espera fuera de las aduanas en el aeropuerto internacional de Tocumen.  La próxima vez que vaya a recibir a un ser querido o a un visitante, observe los pormenores de cada uno de los actores, detalles íntimos que sirven de abrebocas a los que llegan, estupefactos aun por la visión de un inesperado arcoíris de rascacielos a través de la ventanilla de la aeronave, cuyos espejuelos se empañan al roce del húmedo aire fuera de la terminal al igual que su sorpresa al ser aturdido por una manada que no deja de susurrar el desordenado cantico de “taxi, ¡taxi!”.


Con cada interacción, en el hotel, el Casco Viejo, el Centro de Visitantes de Miraflores, el restaurante, la Cinta Costera, se va tatuando el recuerdo de la vivencia istmeña.  O lo hacemos bien, o lo hacemos mal.  Con tanto verdor, con azuladas mariposas, ciclópeos langostinos y una exuberante, envidiable belleza que mostrar, bien vale la pena Carreño para todos, poniendo así la roja cereza a la copa de Martini.  Cierre del telón.  ¡Bravo!                   

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